Al vapor una acción –refexiva– en torno al arte y la gastronomía

NOTA DE PRENSA

Nota de prensa

por Juan Lagardera

¿Qué hacer? Se preguntaron como epígrafe de la Documenta 12 de Kassel sus comisarios, el matrimonio

formado por Roger M. Buergel y Ruth Noack, para quienes la modernidad era ya “nuestra antigüedad”. Entre un centenar largo de artistas seleccionados, Buergel y Noack invitaron también al famosísimo cocinero Ferran Adrià, acaso el mejor cocinero del mundo y puede, incluso, que de la historia, para participar “como artista” en esa edición de la gran cita del arte prevista en el verano de 2007.

Unos años antes, Adrià estuvo a punto de participar en la extinta Bienal de Valencia, con un trabajo sobre las texturas del agua en colaboración con un artista fotográfico. El restaurador detuvo aquella ocurrencia. Para Kassel llevó a cabo diversas prospectivas y, finalmente, decidió no adentrarse en el proceloso ámbito de la plástica y propuso cocinar, simplemente. La participación “artística” de Ferran Adrià consistió en dar de comer de modo gratuito a dos personas cada día de las que le remitiese la Documenta, plantando delante del Bulli en cala Montjoi (Roses, Girona, donde se tardaba más de un año en conseguir reserva) un estandarte característico de Kassel, el del pabellón G.

Curiosamente, en estos precisos momentos, mientras escribo estas líneas, los dibujos del cocinero español –coloreados a bolígrafo y de aires “gordillistas”– con los que prepara la composición de muchos de sus platos, están de gira por varios museos norteamericanos de arte moderno –Cleveland, Kansas, Minneapolis…– tras su estancia inaugural en el Drawing Center de Nueva York. El New York Times ha llegado a sugerir que esos dibujos recuerdan a Beuys, incluso a Joan Snyder y Cy Twombly.

Entre otros quehaceres sugeridos en aquella Documenta 12, la cuestión que nos ocupa, por lo tanto, está más que planteada y no es otra que dilucidar si la cocina es arte, si es parangonable al arte o si, al menos sus grandes representantes, han de calificarse como artistas mucho más que como cocineros tradicionales. Viendo el recorrido de Ferran Adrià o los escritos en algunas cartas de algunos restauradores como Andoni Luis Aduriz (Mugaritz), Marc Veyrat (Maison des Bois) o Ángel León (Aponiente), diríase que sí, que las puertas del arte se han abierto a la gastronomía. Muchos artistas, sin embargo, protestaron por la presencia –exógena, finalmente– de un cocinero en la Documenta, aunque era evidente que la pretensión de Buergel y Noack fue provocar aquella reacción, defendiendo una vía de las sensaciones para el arte actual tras un periodo de excesos teóricos, incluyendo “maridajes” y hasta auténticas borracheras de la estética con la postmodernidad filosófica.

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Convendrá, sin embargo, recorrer esas fronteras entre arte y cocina, y esa es en realidad la pretensión de Al Vapor, la acción que tiene lugar en el IVAM. La misma confronta una diversidad de conceptos, objetos y acciones a lo largo de los límites entre el arte y la gastronomía, no sin una cierta carga de ironía al respecto. En torno a 200 kilos de mejillones o clóchinas (como se dice de modo popular en valenciano), se cocinarán frente a la explanada del museo, parte de cuyas cáscaras, ya higienizadas, formarán parte de una serie de esculturas de barro y mejillones que está creando el artista Evarist Navarro.

Al mismo tiempo se lleva a cabo un trabajo fotográfico de campo así como el rodaje de un vídeo artístico sobre la performance colectiva y sobre la del escultor que dirige el cineasta Carles Pastor. Todo ello se expone en una sala del museo junto a una mesa para trece comensales perfectamente montada –recreada por la experta Paloma Tárrega y que se confronta con la mesa popular de la calle– y con la presencia de utensilios y productos gastronómicos elaborados por artistas, críticos y conservadores de arte: así, por ejemplo, un reconocido pintor de la transvanguardia –Sandro Chia– está representado por una botella de vino de su propia bodega, al igual que un famoso arquitecto –Rafael Moneo– o un curator internacional –Vicent Todolí– por su aceite, mientras un reputado crítico gastronómico –Alfredo Argilés– lleva a cabo una serie fotográfica… En definitiva se trata de generar el mayor número de paradojas y polinizaciones entre un mundo y otro, arte y gastronomía, para favorecer la reflexión sobre los límites de ambos.

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Mientras en el exterior se ha llevado a cabo una acción festiva, en el interior del museo Evarist Navarro y su equipo de colaboradores coordinado por Nemesio Canet, componen una instalación de claro sentido sacralizador. A través de piedras calizas, vidrio, barro de gres y las propias conchas de los mejillones, Navarro pone en escena un emotivo juego de sentimientos, en busca de los valores nucleares de la existencia, lo perdurable, lo inmutable.

Las clóchinas al vapor pertenecen al orden de la cocina paleolítica, la que el surrealista francés Joseph Delteil[1] preconizó a mediados de los 60: comida primigenia. Evarist Navarro, a su vez, convierte alimentos cotidianos de la huerta –una berenjena, un pimiento, un melón, una calabaza…– en fósiles, confiriéndoles el valor de una huella que se sobrepone al curso del tiempo. Junto a las hortalizas fosilizadas en las piedras calizas sin más tratamiento, una serie de garrafas –marraixes en la vall d’Albaida– enuncian los sentimientos: con diversos tamaños y llenas de aceite de oliva y hierbas silvestres titulan recuerdos, dulzura, melancolía, alegría, reencuentro, olvidar, compañía, envidia, amistad, tristeza, viaje, celos, amor y odio.

La última de las piezas de la instalación, La morada de Chipi, es una flor compuesta de barro y las cáscaras procedentes del happening. Es una tumba, un túmulo funerario dedicado a la memoria de la joven pintora desaparecida, Chipi Garrido, coautora junto a José Morea y Joan Verdú del cartel de una memorable fiesta artística que tuvo lugar en la casa chivana del pintor Morea en los 80, la fiesta de las clóchinas precisamente.

Hemos pasado del sentido dionisíaco de la vida a una elegía.

Y hemos llegado a Morea, quien ha utilizado las clóchinas como motivo en numerosas ocasiones. Y alcanzamos la estela de Miquel Barceló, el artista matérico que resuena en los fósiles y también en el barro de Evarist, con quien comparte la búsqueda de respuestas a través de los productos más cotidianos de la comida, lo inconmensurable[2], aquellos que nos caracterizan culturalmente, pues en este ámbito mediterráneo las civilizaciones han vivido comiendo berenjenas, uvas, olivas… casi sempiternamente.

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El contraste entre una comida popular con un escenario de alta retórica culinaria y artística en el interior del IVAM, debe servirnos también para plantear una cuestión fundamental sobre la diferencia entre alta cocina y gastronomía tradicional: Más técnica que estética, por más que el diccionario de la RAE considere la gastronomía como “el arte de preparar una buena comida”, la cocina entra de lleno en el ámbito de lo que definió Kant[3] como las formas primarias del espíritu y que se reducen “al placer de los sentidos”, y en concreto las marcadas por “el gusto de la lengua, del paladar y de la garganta”.

Desde esta perspectiva kantiana poco más cabría decir. No obstante, ha llovido mucho en el campo de la teoría estética. Para el recién fallecido, Arthur Danto[4], habría bastado la misma selección de Adrià en Kassel como dato significante de la condición artística del cocinero. Y si seguimos a Danto o a Georges Dickie[5] siempre y cuando consideremos un plato de comida creativa como un artefacto, entenderemos el arte más como un fenómeno social que relacionado con la sublimación en cualquiera de sus manifestaciones, por lo que la actual emergencia de la gastronomía como acontecimiento de la cultura contemporánea, incluido su boom mediático, debería equipararla a muchas manifestaciones artísticas, claro está.

Lo paradójico es que para mucha gente, y habría que añadir incluso a críticos y artistas plásticos, la cocina de Ferran Adrià, así como la de muchos otros restauradores de alta cocina, no es una buena cocina porque, precisamente, se aleja de los valores de la tradición o del producto para adentrarse en un mundo de excesos experimentales. Ese fenómeno no es nuevo, pues los mismos artistas contemporáneos conocen sobradamente los límites de la apreciación y conocimiento de su obra entre el gran público. El resultado es que, ahora que la teoría del arte podría abrir las puertas a la sensorialidad de la cocina, los grandes creadores de la misma se han adentrado en un territorio que busca cuestionar la memoria heredada de los sentidos, en una búsqueda reflexiva y pruebas de laboratorio que, desde otra perspectiva, también podríamos considerar de naturaleza artística.

Por otra parte, el desarrollo de la acción entre el exterior y el interior del museo también busca poner el énfasis en el depósito institucional que para el arte significa el museo, en línea con lo que el citado Dickie ha venido señalando. Los mejillones, cocinados e ingeridos festivamente en el exterior seguirán siendo mejillones: sus cáscaras, una vez tratadas por la máquina desinfectante e instaladas por un artista en el interior del museo, se han transformado en una pieza artística.

A su vez, la ubicación de una mesa organizada para una comida utilizando la composición icónica de una última cena, cobra el sentido de la distinción, remarca un estilo de vida, reproduciendo un gusto estético cotidiano que reproduce estatus y las formas de disponerse para sentir –el “habitus” que define el sociólogo Pierre Bourdieu[6]–, y que tanto sirve de contraste con la cocina “popular” que se ha desarrollado en el exterior como de vestíbulo del conducto o pasillo que unirá la sala del museo con la del restaurante anexo, donde ya se celebra el auténtico rito de la comida.

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Merece la pena, por lo demás, aproximarse a la cocina del Bulli y a la de tantos otros grandes cocineros actuales[7] utilizando los criterios expuestos por el mencionado Bourdieu cuando analiza las bases sociales y el criterio del gusto, reconociendo que “toda obra legítima tiende en realidad a imponer las normas de su propia percepción”, pues es ahí donde actúan los más importantes restauradores actuales. Adriá fue, posiblemente, el primero que transitó un nuevo mundo al basar sus creaciones en la quiebra –el engaño si se prefiere– de las sensaciones gustativas, y olfativas, establecidas por siglos de historia de la cocina.

Ferran Adrià ya no cocina en pocas palabras, sino que experimentó con la condición de los alimentos, los transformó, vaciándolos de sabor en ocasiones, o a la inversa, incorporándoles otros imprevistos, jugando con la naturaleza de los mismos: vaporizándolos, gasificándolos… de tal suerte que no solo provocaba una determinada sapidez sino que alteraba los registros de la memoria asociados al acto volitivo del comer. Comprender esto, como ha venido señalando el prestigioso cocinero inglés Heston Blumenthal, tiene que ver con el reconocimiento de la existencia de un archivo mental que nos sirve para reconocer lo que comemos, en un recorrido que parte de la gastronomía para emprender una experiencia neurológica. Agitar esa precondición psíquica, por más que cultivada durante años con buenas digestiones e incluso por lecturas especializadas o conocimientos técnicos, es lo que hizo Adrià y siguen acometiendo muchos restauradores, de tal suerte que esa dislocación de las sensaciones comparte la esencia propia de lo que, quizás, podemos entender como arte.

Por eso, y más allá de la acción popular en torno a las clóchinas “cultivadas” por Emilio, a lo largo del periodo de tiempo que la muestra esté abierta en el museo un pequeño corredor unirá la sala con el comedor del restaurante La Sucursal, donde ejerce un joven filósofo, Javier Andrés Salvador, que dirige a cocineros galardonados con la estrella Michelin, y que ofrece también un menú basado en la experiencia de aproximar el arte a la gastronomía.

AL VAPOR

Arte y Gastronomía > IVAM > jueves 18 de septiembre > 20:00 h

Creadores        Evarist Navarro

Carles Pastor

Alfredo Argilés

Paloma Tárrega

Comisario        Juan Lagardera

Patrocina         Heineken

Colaboran        Clóchinas Emilio

Muñoz Bosch

Restaurante La Sucursal

Zanussi

Duni

José Morea

Eventos Planes

Rafael Moneo

Sandro Chia

Vicent Todolí

Nemesio Canet

[1] Delteil, Joseph, La cuisine paléolithique. Robert Morel, 1964.

[2] Así titula Barceló uno de sus bodegones con frutas y verduras.

[3] Kant, Immanuel, Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime. Espasa Calpe (1919).

[4] Danto, Arthur C., Después del fin del arte. Paidós (2010); y ¿Qué es el arte? Paidós (2013).

[5] Dickie, Georges, El círculo del arte. Paidós (2005).

[6] Bourdieu, Pierre, La distinción. Criterio y bases sociales del gusto. Taurus (1998).

[7] Entre otros, Alain Ducase, Joël Robuchon, Quique Dacosta, Joan Roca, René Redzepi, Ricard Camarena, Michel Bras, Massimo Bottura, Martín Berasategui, Eneko Atxa…